La Recompensa de los Santos - Capítulo 38

Entonces vi a un gran número de ángeles traer gloriosas coronas de la ciudad; una corona para cada santo con su nombre escrito en ella, y a medida que Jesús pedía las coronas, ángeles se las entregaban, y el amable Jesús, las colocaba en la cabeza de los santos con su propia diestra. En la misma manera, los ángeles trajeron las arpas, y Jesús también se las entregó a los santos. Los ángeles directores tocaron primero la nota, y entonces, cada voz se elevó en agradecida y feliz alabanza, y cada mano pulsó las cuerdas del arpa con destreza, produciendo música melodiosa llena de ricos y perfectos acordes. Entonces vi a Jesús conducir a los redimidos a la puerta de la ciudad. Puso su mano sobre la puerta y la hizo girar sobre sus relucientes goznes, invitó a las naciones que habían guardado la verdad a entrar. En la ciudad había todo lo que pudiera agradar a la vista. Contemplaban gloria por todas partes. Entonces, Jesús miró a sus santos redimidos; sus semblantes irradiaban gloria, y al fijar sus amantes ojos en ellos, dijo, en su voz rica y melodiosa: Contemplo el trabajo de mi alma y estoy satisfecho. Esta excelsa gloria es vuestra para que la disfrutéis eternamente. Vuestras angustias han terminado. No habrá más muerte ni llanto ni pesar ni dolor. Vi a la hueste de los redimidos inclinarse y arrojar sus resplandecientes coronas a los pies de Jesús, y entonces cuando su bondadosa mano los levantó, pulsaron sus doradas arpas y llenaron todo el cielo con su rica música y con cánticos al Cordero.
Entonces vi a Jesús conducir a la hueste redimida al árbol de la vida, y nuevamente escuchamos su hermosa voz, mas dulce que ninguna música que jamás haya caído en algún oído mortal, diciendo: Las hojas de este árbol son para la sanidad de las naciones. Comed de él todos. En el árbol de la vida había hermosísimos frutos, de los cuales, los santos podían comer libremente. En la ciudad había un trono muy gloriosos, y de debajo de éste manaba un río puro de agua de vida, tan claro como el cristal. A ambas márgenes del río estaba el árbol de la vida. En las riberas del río había hermosos árboles que llevaban fruto bueno para comer. El lenguaje es demasiado limitado para tratar de describir el cielo. Cuando la escena se presenta ante mí, me quedo llena de admiración y arrobada por el extraordinario esplendor y por la excelente gloria, dejo caer la pluma y exclamo: Oh, ¡qué amor! ¡qué maravilloso amor! El lenguaje más excelente no puede alcanzar a describir la gloria del cielo ni la incomparable profundidad del amor del Salvador.

Favor hacer referencia a: Isaías 53:11; Apocalipsis 21:4, 22:1-2.

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