Cuando los ángeles dejaron el cielo, depusieron con tristeza sus resplandecientes coronas. No las podían usar mientras su Comandante estuviese sufriendo, y hubiera de llevar una corona de espinas. Satanás y sus ángeles estaban ocupados en la sala del tribunal, tratando de destruir todo sentimiento humanitario y de simpatía hacia Jesús. La atmósfera misma era pesada y estaba contaminada por su influencia. Los principales sacerdotes y los ancianos eran inspirados por los malos ángeles cuando insultaban y maltrataban a Jesús en una forma sumamente dificil de soportar para la naturaleza humana. Satanás tenía la esperanza de que tantos insultos y sufrimiento arrancarían al Hijo de Dios alguna queja o murmuración, o que manifestaria su poder divino liberándose de la multitud, con lo cual fracasaría el plan de salvación.
Pedro siguió a su Señor después de haber sido entregado. Estaba ansioso de ver qué ocurriría con Jesús. Y cuando fue acusado de ser uno de sus discípulos, lo negó. Tenía miedo por su vida y seguridad, y declaró que no conocía al hombre. Los discípulos se destacaban por la pureza de su lenguaje, y Pedro, para engañar y convencer a sus acusadores de que no era uno de los discípulos de Cristo, lo negó la tercera vez con maldiciones y juramentos. Jesús, quien estaba a cierta distancia de Pedro, le dirigió una mirada de pesar y reprobación. Entonces, él recordó las palabras que Jesús le había dicho en el aposento alto, y también su propia declaración categórica: "Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré." Había negado a su Señor con imprecaciones y juramentos; pero la mirada del Maestro suavizó el corazón de Pedro y lo salvó. Lloró amargamente y se arrepintió de su gran pecado, se convirtió, y entonces estuvo preparado para fortalecer a sus hermanos.
La multitud pedía a gritos la sangre de Jesús. Lo azotaron cruelmente, lo cubrieron con un viejo manto de púrpura, y ciñeron su sagrada sien con una corona de espinas. Le pusieron una caña en su mano, se inclinaron ante él para burlarse y lo saludaron diciéndole: "¡Salve, rey de los judíos!" Entonces tomaron la caña que tenía en su mano, y le golpearon la cabeza de modo que las espinas penetraron en sus sienes y la sangre comenzó a correr por su rostro y su barba.
A los ángeles les era dificil soportar la vista de ese espectáculo. Hubieran liberado a Jesús de sus manos, pero los ángeles comandantes se lo impidieron diciéndoles que era grande el rescate que había de ser pagado por el hombre; pero sería completo, y causaría la muerte del que tenía el imperio de la muerte. Jesús sabía que los ángeles estaban presenciando la escena de su humillación. Vi que el más débil de los ángeles hubiera bastado para hacer que la multitud burladora cayera inerte y libertar al Señor. Él sabía que si lo solicitaba a su Padre, los ángeles lo libertarían instantáneamente. Pero era necesario que Jesús sufriera a manos de hombres malvados para poder llevar a cabo el plan de salvación.
Jesús permaneció manso y humilde delante de la furiosa multitud, mientras cometían con él los abusos más viles. Escupieron en su rostro-ese rostro del cual un día querrán ocultarse, que dará luz a la ciudad de Dios y que resplandecerá más que el sol. Cristo no lanzó una mirada de enojo a sus ofensores. Cubrieron su cabeza con una vieja prenda de vestir para impedirle que viese y entonces le abofetearon el rostro mientras clamaban: "Profetíza, ¿quién es el que te golpeó?" Hubo conmoción entre los ángeles. Ellos lo hubieran rescatado inmediatamente, pero el ángel que los dirigía no lo permitió.
Algunos de sus discípulos habían recuperado la suficiente confianza como para entrar donde él se hallaba y presenciar el juicio. Esperaban que mostrara su divino poder, se liberara de las manos de sus enemigos y los castigara por su crueldad hacía él. Sus esperanzas ascendían y descendían según iban sucediéndose las distintas escenas. A veces dudaban, y temían haber sido engañados. Pero la voz que oyeron en el monte de la transfiguración y la gloria que contemplaron, fortaleció su fe de que él era el Hijo de Dios. Recordaron las escenas de las que habían sido testigos, los milagros que habían visto hacer a Jesús al sanar a los enfermos, abrir los ojos de los ciegos, reprender y echar a los demonios, resucitar a los muertos y hasta calmar el viento y la mar. No podían creer que tuviera que morir. Esperaban que todavía se levantara con poder, y que con su voz llena de autoridad dispersara a la multitud sedienta de sangre, como cuando entró en el templo y despidió a los que estaban convirtiendo la casa de Dios en un mercado, y huyeron de su presencia como si los persiguiera un grupo de soldados armados. Los discípulos esperaban que Jesús manifestara su poder y convenciera a todos de que era el rey de Israel.
Judas se llenó de amargo remordimiento por su infamia al traicionar a Cristo. Y cuando presenció la crueldad que tuvo que soportar el Salvador, se sintió abrumado. Había amado a Jesús, pero más aún al dinero. No creyó que el Señor permitiera que lo prendieran los hombres que él había conducido. Esperaba que realizara un milagro para librarse de ellos. Pero cuando vio en la sala del tribunal a la multitud enfurecida y sedienta de sangre, sintió profundamente su culpa; y mientras muchos acusaban con vehemencia a Jesús, Judas avanzó impetuosamente por en medio de la multitud, para confesar que había pecado al traicionar sangre inocente. Ofreció a los sacerdotes el dinero que le habían pagado, y les rogó que dejaran libre al Señor, declarando que éste no tenía culpa alguna. Por breves instantes, el disgusto y la confusión mantuvieron en silencio a los sacerdotes quienes no querían que el pueblo se diera cuenta de que habían sobornado a uno de los profesos seguidores de Jesús para que lo traicionara y lo entregara en sus manos. Querían ocultar el hecho de que habían buscado al Señor como si fuese un ladrón y lo habían prendido en secreto. Pero la confesión de Judas y su aspecto torvo y culpable desenmascararon a los sacerdotes ante la multitud, demostrando que había sido el odio la causa de que prendieran al Maestro. Mientras Judas afirmaba en alta voz que Jesús era inocente, los sacerdotes replicaron: "¿Qué nos importa a nosotros¡" ¡Allá tú!" Tenían a Cristo en sus manos, y estaban determinados a no soltarlo. Judas, abrumado por el pesar, arrojó el dinero que ahora despreciaba, a los pies de los que lo habían contratado, e impulsado por la angustia y el horror salió y se ahorcó.
Jesús tenía muchos simpatizantes en el grupo que lo rodeaba y el hecho de que no respondiera a las numerosas preguntas que se le hacían asombraba a la multitud. Se mantenía en silencio frente al escarnio y la violencia de la turba, y ni un gesto, ni una expresión de molestia se dibujaban en su semblante. Tenía una actitud digna y compuesta. Los espectadores lo contemplaban maravillados. Comparaban su perfecta forma y su comportamiento firme y digno con la apariencia de los que se habían sentado en juicio contra él. Se decían unos a otros que tenía mucho más aires de un rey que cualquiera de los dirigentes. No tenía señales de ser un criminal. Su mirada era bondadosa, clara y libre de temor; su frente era amplia y elevada. Cada rasgo de su rostro expresaba benevolencia y nobleza. Su paciencia y tolerancia eran tan sobrehumanas que muchos temblaban. Aun Herodes y Pilato se sintieron sumamente perturbados frente a su porte noble y divino.
Desde el principio, Pilato se convenció de que Jesús no era un hombre común. Creía que era una persona excelente y totalmente inocente de las acusaciones que se hacían en su contra. Los ángeles que contemplaban la escena notaron la convicción del gobernador romano, y para salvarlo de comprometerse en el terrible acto de entregar a Jesús para que fuera crucificado, un ángel fue enviado a la esposa de Pilato a fin de que le dijera por medio de un sueño que era al Hijo de Dios a quien su esposo estaba juzgando, y que éste sufría siendo inocente. Inmediatamente, ella le envió un mensaje declarando que había padecido mucho en sueños a causa de Jesús, y para advertirle que no tuviera nada que ver con ese santo. El mensajero, abriéndose paso apresuradamente entre la multitud, puso la carta en manos de Pilato. Al leerla, éste tembló, se puso pálido, y decidió no hacer nada para enviar a Cristo a la muerte. Si los judíos querían la sangre de Jesús, él no prestaría su influencia para que lo lograran, sino que trataría de liberarlo.
Cuando Pilato oyó que Herodes se encontraba en Jerusalén, sintió gran alivio, porque esperaba deshacerse de toda responsabilidad con respecto al juicio y la condenación de Jesús. Inmediatamente, lo envió con sus acusadores a Herodes. Ese gobernante se había endurecido en el pecado. El asesinato de Juan el Bautista había dejado en su conciencia una mancha de la que no se podía librar. Cuando oyó hablar de Cristo y de las poderosas obras que estaba realizando, temió y tembló pues creía que se trataba de Juan el Bautista que había resucitado de los muertos. Cuando Jesús fue puesto en sus manos por Pilato, Herodes consideró ese acto como un reconocimiento de su poder, de su autoridad y de su capacidad para juzgar. Previamente ellos habían sido enemigos, pero ahora se amistaron. Herodes se alegró de ver a Jesús, pues esperaba que realizara un gran milagro para agradarlo. Pero no era la obra de Jesús la de satisfacer su curiosidad. Su poder divino y milagroso era ejercido para la salvación de los demás, pero no en su propio beneficio.
Jesús nada respondió a las numerosas preguntas que le hizo Herodes; tampoco replicó a sus enemigos que lo acusaban con vehemencia. Herodes se enfureció porque aparentemente, Jesús no temía su poder, y con sus soldados lo denigró, se burló de él y maltrató al Hijo de Dios. Pero se asombró del aspecto noble y divino de Jesús en medio de ese vergonzoso maltrato y temiendo condenarlo, lo envió de vuelta a Pilato.
Satanás y sus ángeles estaban tentando a Pilato y tratando de conducirlo a su propia ruina. Le sugirieron que si no quería tomar parte en la condenación de Jesús otros lo harían, que la multitud estaba sedienta de su sangre, y que si no lo entregaba para ser crucificado, perdería su poder y sus honores mundanales, y se lo denunciaría como creyente en el impostor. Por temor a perder su poder y autoridad, Pilato consintió en dar muerte a Cristo. Y aunque colocó la sangre de Jesús sobre sus acusadores, y la multitud la recibió con el clamor: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos". Pilato no estaba exento de responsabilidad; fue culpable de la sangre de Cristo. Por sus intereses egoístas, por su amor al honor de los grandes hombres de la tierra, entregó a la muerte a un inocente. Si Pilato hubiera seguido sus propias convicciones, no habría tenido nada que ver con la condenación de Jesús.
El aspecto y las palabras del Señor durante su juicio causaron una profunda impresión en las mentes de muchos de los que estaban presentes, la cual se revelaría después de su resurrección, y muchos serían añadidos a la iglesia cuya experiencia y convicción comenzaron en el momento del juicio de Jesús.
Satanás se airó muchísimo cuando vio que toda la crueldad con que los principales sacerdotes había tratado a Jesús a instancias suya no había logrado que emitiera la más mínima queja. Vi que aunque había tomado sobre sí la naturaleza humana estaba sostenido por un poder y una fortaleza divina, y no se apartó en lo mas mínimo de la voluntad de su Padre.
Favor hacer referencia a: Mateo 26:57-75, 27:1-31; Marcos 14:53-72, 15:1-20; Lucas 22:47-71, 23:1-25; Juan capítulo 18, 19:1-16.
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