El Cierre del Tercer Mensaje - Capítulo 35

Se me señaló el tiempo cuando el mensaje del tercer ángel cerraría. El poder de Dios había descansado sobre su pueblo. Habían realizado su obra, y estaban preparados para la hora de prueba que estaba ante ellos. Habían recibido la lluvia tardía, o el refrigerio de la presencia del Señor, y el testimonio viviente había sido revivido. La última gran amonestación había cundido por todas partes y ésta había sacudido y enfurecido a los habitantes de la tierra, que no habían querido recibir el mensaje.
Vi ángeles apresurándose de un lado a otro en el cielo. Un ángel regresó de la tierra con un tintero de escribano en la cintura, y le comunicó a Jesús que había realizado su obra, y que los santos habían sido numerados y sellados. Entonces vi a Jesús, quien había estado oficiando ante el arca conteniendo los diez mandamientos, arrojar el incensario, y elevando sus manos, dijo a gran voz: Consumado es. Y toda la hueste angélica depuso sus coronas a medida que Jesús hizo la solemne declaración: El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifiquese todavía.
Vi que todos los casos habían sido decididos entonces para vida o para muerte. Jesús había borrado los pecados de su pueblo. Había recibido su reino, y se había realizado la expiación por los súbditos de éste. Mientras Jesús había estado oficiando en el santuario, se había estado llevando a cabo el juicio para los justos que habían muerto, y entonces, para los justos vivos. Se había completado el número de los súbditos del reino. Concluyeron las bodas del Cordero. Y el reino, y el señorío, y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo fue dado a Jesús, y a los herederos de la salvación, y Jesús había de reinar como Rey de reyes y Señor de señores.
Al salir Jesús del lugar santísimo, oí el tintineo de las campanillas de su túnica, y cuando salió, una nube de oscuridad cubrió a los habitantes de la tierra. Entonces no había mediador entre el hombre culpable, y un Dios ofendido. Mientras Jesús había estado ministrando entre Dios y el hombre culpable, había un freno sobre la gente, pero cuando Jesús dejó de estar entre el hombre y el Padre, se removió el freno y Satanás tuvo el control del hombre. Era imposible que se derramaran las plagas mientras Jesús oficiara en el santuario, pero cuando su obra allí terminó, cuando su intercesión cerró, nada pudo ya detener la ira de Dios, y ésta cayó furiosamente sobre la desamparada cabeza del pecador culpable, quien había despreciado la salvación y aborrecido la reprensión. En ese terrible tiempo, después del cierre de la intercesión de Cristo los santos estaban viviendo a la vista de un Dios santo, sin un mediador. Había sido decidido cada caso y cada joya numerada. Jesús se detuvo por un momento en el departamento exterior del santuario celestial, y los pecados que habían sido confesados mientras él estuvo en el lugar santísimo, los colocó sobre el diablo, el originador del pecado. Él deberá sufrir el castigo de esos pecados.
Entonces vi que Jesús se despojaba de sus vestiduras sacerdotales, y se vistió con sus vestimentas más regias-llevaba sobre su cabeza muchas coronas, una corona dentro de otra-y rodeado de la hueste angélica dejó el cielo. Las plagas estaban cayendo sobre los habitantes de la tierra. Algunos estaban denunciando a Dios y maldiciéndolo. Otros acudían apresuradamente al pueblo de Dios, y rogaban que se les enseñara como podían escapar los juicios divinos. Pero los santos no tenían nada para ellos. Ya se había derramado la última lágrima por los pecadores, se había ofrecido la última angustiosa oración, se había llevado la última carga. La dulce voz de la misericordia no habría de invitarlos más. Se había dado la última nota de advertencia. Cuando los santos y todo el cielo estaban interesados en su salvación, ellos no habían tenido interés por sí mismos. Se habían colocado ante ellos la vida y la muerte. Muchos deseaban la vida, pero no hicieron ningún esfuerzo para obtenerla. No escogieron la vida, y ya no había sangre expiatoria para purificar al pecador. No había un Salvador compasivo para rogar por ellos, y para clamar: Perdona, perdona al pecador un poco más. Todo el cielo se había unido a Jesús cuando escucharon las terribles palabras: Hecho es. Consumado es. El plan de salvación había sido completado. Sólo unos pocos habían escogido aceptar el plan, y a medida que la dulce voz de la misericordia se apagaba, el temor y el horror se apoderaron de ellos. Con terrible claridad oyeron las palabras: ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!
Los que habían menospreciado la palabra de Dios se apresuraban de un lugar a otro. Iban errantes de mar a mar, y desde el norte hasta el este, para buscar la palabra del Señor. El ángel dijo: No la hallarán. Hay hambre en la tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír las palabras del Señor. ¿Qué no darían por escuchar una palabra de aprobación de parte de Dios? Pero no, han de seguir hambrientos y sedientos. Han despreciado la salvación día tras día, y han valorado el placer mundanal y las riquezas terrenales por encima de cualquier tesoro y aliciente celestial. Han rechazado a Jesús y despreciado a sus santos. Los sucios deberán permanecer sucios para siempre.
Una gran porción de los impíos se enfurecieron grandemente al sufrir los efectos de las plagas. Era una escena de terrible agonía. Los padres reprochaban amargamente a sus hijos, los hijos recriminaban a sus padres, los hermanos a sus hermanas, y las hermanas a sus hermanos. Se escuchaban agudos lamentos por todas partes: ¡Tu me impediste recibir la verdad que me hubiera librado de esta terrible hora! La gente se volvió en contra de los ministros con un odio acerbo y los reconvinieron, diciéndoles: Vosotros no nos advertisteis. Nos dijisteis que todo el mundo se iba a convertir, y clamasteis paz, paz, para acallar todos nuestros temores. No nos dijisteis nada acerca de esta hora, y a los que nos advertían los llamasteis fanáticos y hombres malos que nos arruinarían. Pero vi que los ministros no escaparon de la ira de Dios. Sus sufrimientos eran diez veces mayores que los de sus feligreses.

Favor hacer referencia a: Ezequiel 9:2-11; Daniel 7:27; Oseas 6:3; Amós 8:11-13; Apocalipsis capítulo 16, 17:14.

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